Mickey Rourke, ese sesentón - Milenio.com



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México • Se esforzó en densos y machacantes ejercicios autodestructivos pero hoy, a sus sesenta años apenas cumplidos, sus personajes más simbólicos han sobrevivido a la apabullante detonación de cirugías estéticas a las que se ha sometido, a sus días de ring en los que fue machacado a conciencia prácticamente sin oponer demasiada resistencia, mientras se drogaba de manera inmisericorde.

Rourke quiso ser otro que la estrella de Hollywood que ya había logrado ser quizá sin demasiados esfuerzos. No podía ser más guapo, no podía ser más talentoso, no podía tener mejor suerte; había sido demasiado fácil, cosa que a sus antepasados irlandeses no les hacía ninguna gracia. Y por poco lo logra. Ahora es el villano favorito de la industria, el antihéroe mítico, el canalla original en cuyo rostro no queda una línea de su belleza original, pero ni así se ha conseguido arrancar de su filmografía ese pasado glorioso que le parece tan indigno.

Eso lo hace heroico. En un mundo en el que la sociedad se mata por moldear artificialmente una mejor versión de sí misma, Mr. Rourke (que suena casi como “el señor Roarke” de esa Isla de la fantasía que cumplía sueños guajiros con uno de esos enanos de Herzog que empiezan desde pequeños gritando cada vez que veía pasar un avión) se ha forjado un prestigio haciendo exactamente lo contrario.

Admirable por donde quiera que se le vea. A pesar de ir a contracorriente en un medio en el cual los rebeldes ni los outsiders suelen ser bien acogidos, Mickey triunfa.

Y es que todo cuerpo tiene su historia. Particularmente el de Mickey Rourke que es un lienzo cubierto por la densa caligrafía de los excesos. Su epidermis fue construida con la arquitectura barroca de las cicatrices que detallan una existencia dedicada a escanear abismos. Rourke es el antihéroe favorito de Hollywood que después de catar tsunamis, retorna al mundo de los vivos con su fuselaje orgullosamente oxidado, abollado, castigado, como todo aquel que ha hecho de los naufragios estentóreos un estilo de vida.

Mickey era el clásico all american, hermoso, winner, endiosado por los directores de culto, adorado por las masas que se refugiaban en el cine para auscultarle su simbólica histrionía y rendirle los honores a su indómita belleza. Nada más le faltó haber nacido el 4 de julio. Pero él era refractario a todo eso. Sabía que la hermosura y el éxito son en realidad una forma nunca suficiente explorada de maldita perversión para masas uniformadas, pasteurizadas y homogeneizadas hasta convertirse en otro ladrillo en la pared.

Así, después de haber interpretado una nómina de criaturas ajenas a la normalidad, Mickey decidió ser como ellos, pero sin la poesía baudrelariana del Chico de la motocicleta. Por eso luchó contra su prototípico rostro de yuppie neomachista y protometrosexualizado para que en poco más de nueve semanas y media pudiera convertirlo en una ruda caricatura de sí mismo. Se trepó a los entarimados boxísticos para cultivar su leyenda negra de aguerrido peleador irlandés, cuyo Ejército Republicano contribuyó a sostener con la larga y pesada carga de dudosos producto fílmicos que se obligó a escenificar mientras se esforzaba en acabar el recuerdo de Corazón satánico, Manhattan sur y Mariposa de bar. Inolvidable al encarnar a un Henri Chinaski hiperatrofiado, vomitivo y encantador que el mismísimo Charles Bukowski —su inspirado creador que no se caracterizaba por sus morigeraciones— terminó por abominar por mostrarse demasiado ebrio, como puede constatarse en esa entrevista clásica llamada A mí lo que más me gusta es rascarme los sobacos.

Mickey Rourke nunca quiso ser ese monstruo con un monstruo adentro como en Johnny Handsome, ese filme donde un pobre obrero desfigurado consigue hacerse una cirugía plástica que lo convierte en un guapo de nuevo cuño, atormentado por una bestial nostalgia de su antigua fealdad. Y es que el gran actor era un hombre horrendo pero carismático extraviado en el cuerpo de un guapo-guapo nada sencillito.

Para demoler sus propios mitologías y con su aplomo de padrote de verdad, Mickey descendió en los agrestes territorios del soft porn de la mano del amo del género, Zalman King. De Orquídea salvaje, que parece hoy fuente de inspiración para 50 shades of Gray, en donde Rourke consolidó al género en sus estereotipos, solo sacó de bueno su relación con Carré Otis, una excelsa modelo a la que terminó por arrastrar a un laberinto de sumisiones. Creo que la inspiración verdadera de E.L. James para idear a su personaje fue combinando los personajes de Rourke.

Y qué decir del proceso autolapidatorio de Rourke al incorporarse a la legión madura de Stallone en The Expendables, donde los rucos adictos a la testosterona, el clásico último sustote y la concatenación de madrizas como símbolo del america way fueron considerados por la Loca Academia de Geriatría.

La bitácora del capitán Rourke no es muy distinta de la de Randy The Ram Robinson, un viejo lobo de los cuadriláteros cuyas glorias se habían ido por el retrete de la historia. El aspira a reinventarse, a pesar haber detectado las inminencias del fracaso. Randy The Ram conduce su destartalada lámina de huesos por el último escalafón del pancracio profesional, donde una turba de aficionados alimentados de fast food berrean mientras los gladiadores escenifican un espectáculo coreográfico deslavado y nada estimulante. Su mente y su organismo están atados a una biografía desmesurada que lo vomitó hacia una soledad dolorosa y salvaje. Aronofsky, director del filme, lo demostró en Pi, el orden del caos, Todo por un sueño, El cisne negro, sabe trabajar con freaks, alienados y abducidos.

El luchador es una bestia herida que regurgita sus resentimientos y que se deja lamer la cicatrices por una teibolera sensible que, encarnada por la belleza castigada pero insumisa de Marisa Tomei, proyecta la densa nata de su futuro secuestrado.

Ram es un gorila de otro tiempo extraviado en un siglo que no comprende. Atrapado en los 80 este paquidermo solo busca un cementerio digno donde el marfil de sus huesos puedan soñar con ovejas eléctricas.

Lo rechaza el público, lo traiciona su naturaleza, su hija no logra descifrarlo y la puta sensible le confecciona okiwazas invertidas en el corazón.

Al igual que Rourke, Ram está desconectado; es analógico y no digital; es de bulbos, no de chips. La decadencia es su jacuzzi. Alejado del ring, aliviando su musculatura de madrizas y medicamentos, Ram se yergue desde la tercera cuerda para saltar hacia un final nada feliz.

¡Feliz cumpleaños Mickey, salve oh rey Rourke de tu Disneylandia twisted!




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